miércoles, 18 de enero de 2012


20. LA TERRIBLE REVOLUCIÓN QUE SE VENÍA

            Después de muy prolongados y concienzudos estudios y discusiones, el grupo aquel llegó a la conclusión ineludible de que el país necesitaba una revolución.
            Profunda, radical, violenta, decisiva. Larga, irreversible, definitiva.
            Para que tal fenómeno se produjera, era necesario preparar líderes capaces de concientizar al pueblo, de motivarlo, para luego –ya se sabe-crear las condiciones objetivas etcétera.
            La formación de los líderes debía, como es cajonero y natural en estos casos, llevarse a cabo en la Universidad. Por lo cual fue menester que los jóvenes adictos a la idea revolucionaria (o bien los hijos sumisos de los adultos adictos a la idea revolucionaria, que daba lo mismo) ingresaran a la Universidad e hiciesen dentro de ella lo que se acostumbra en circunstancias similares (y si no similares por lo menos idénticas): organizar grupos de estudio luego de agitación, participar en elecciones estudiantiles, incitar a la lucha contra las cosas abominables que existen, contra las que no existen también ¿por qué no?, buscar apropiados motivos para celebrar huelgas, expulsiones de catedráticos, manifestaciones de protesta de esas que preparan al joven para la lucha viril posterior, deslizar de paso algún apedreo para que los gorilas se nos vengan encima y quién quita no produzcan un buen mártir (ojeroso, flaco y poeta) que nos sirva como posterior emblema. Planes así.
            Por supuesto, a los jóvenes que ingresaban en la Universidad a cumplir tan urgente tarea, se les presentaba un problema que nadie había previsto: cuál carrera seguir. Primeramente se ideó que emprendieran consecutivamente uno o dos, quizás hasta tres semestres en distintas carreras sin terminar ninguna, lo cual les permitiría una prolongada vida universitaria y el empleo de la experiencia que fuesen adquiriendo, frente a la inexperiencia de otros estudiantes que limitábanse a entrar en la Universidad y a salir de ella en cuanto no más se graduaban. Esto se hizo, pero pasados algunos años no faltó reaccionario que observara que ciertos líderes estudiantiles tenían patas de gallo cerca de los ojos, canas (teñibles por cierto) en las sienes, niños de edad escolar y hasta incipientes pero inocultables barrigas.
            Sabido lo cual, hubo que abandonar la estrategia del estudiante interminable y diseñar otra, basada en que los líderes estudiantiles tuviesen una duración normal, poco mayor que la de un automóvil de fabricación norteamericana. Es decir, que ingresaran, estudiaran y se graduaran como cualquier hijo no revolucionario de vecino.
            Pero entonces, a falta de profesiones, hubo que determinar qué estudiarían concretamente los líderes estudiantiles designados pro el grupo que se empeñaba en hacer la revolución, porque no era cosa de que siguieran carreras burguesas, de esas que dicen liberales, y que no son otra cosa que patentes de corso o herramientas pretendidamente universitarias para medrar perjudicando al prójimo y sirviendo los intereses antipopulares y demás cosas.
             Lo mejor se decidió, será que los líderes estudiantiles no emprendan carreras liberales sino académicas; que se hagan doctores, profesores y licenciados en disciplinas no profesionales; y así titulados, permanezcan dentro de la Universidad, pero en ejercicio docente, con lo cual se consegurá también la mjy deseable longevidad de los líderes dentro de eso que llaman claustro, y hacer más eficaz la labor de concientización (uno de ellos casi dijo proselitismo pero logró detener su lengua) realizada ahora desde la cátedra.
            El plan fue fiel y exitosamente ejecutado: en cosa de cuatro o cinco años, los principales líderes se convirtieron en profesores, doctores o licenciados en astronomía, arqueología, filosofía, lenguas muertas, literaturas comparadas, desciframiento de jeroglíficos, sociología de las civilizaciones antiguas, teologías laicas, y otras materias tan interesantes como poco apropiadas para un ejercicio fuera de la Universidad.
            La Universidad, que siempre andaba muy escasa de personal apropiado para la enseñanza de las ciencias e investigaciones puras, les acogió gustosa y de inmediato, puesto que se trataba de gentes muy capaces, sagaces, talentosas, agudas, ilustradas y sabihondas, que es lo que les gusta a las Universidades.
Desde la cátedra siguieron su benedictina labor, y concientizaron a numerosos jóvenes que luego, tras cuadro, cinco o seis años de desfilar por las calles y apedrear a uno que otro edificio y a uno que otro gorila, se convertían en sus asistentes de cátedra. Y los asistentes de cátedra, a su vez, iniciaban a otros jóvenes más jóvenes que ellos en las académicas ciencias a que se dedicaban, y de paso los iban concientizando también. Y estos jóvenes, más tarde, se quedaban también dentro de la Universidad y así sucesivamente.
La Universidad se hizo, en cosa de diez o trece años, de un equipo de profesores e investigadores científicos, filosóficos, históricos, filológicos y estéticos, como ustedes quieran llamarlos, que le proporcionaron reputación académica. Todos ellos sumamente revolucionarios, concientizados y motivados.
Pasado algún tiempo, la Universidad no tenía ya dónde meterlos de tantos que eran. Y se fue creando un problema de espacio.
Pero eso me importaba. O lo que importaba era que los licenciados, profesores y doctores concientizarían a un número geométricamente mayor cada vez de estudiantes, que luego formarían parte del claustro.
La vulgar masa estudiantil, sin ideales, esa era la que se marchaba a las ciudades, villas y pueblos a ejercer profesiones.
La Revolución, como es de suponer, no pudo hacerse porque todos los revolucionarios estaban dentro de la Universidad. Y como habían tendido un cerco de alambre de púas en torno a ella para que no entraran los gorilas (cosa que se llamaba autonomía no se sabe porque), le bastó luego a un dictador darle el empleo contrario al cerco y no dejar salir de la Universidad a nadie; entonces funcionó dentro de ella una colonia autónoma, que hizo la Revolución para sí misma, pero a la cual le faltaron víveres por no haber quien los supiese cultivar. Luego los colonos comenzaron a morirse de hambre, empresa que completaron en pocas semanas, y el dictador hizo colocar una placa en memoria de ellos y después construyó otro Universidad y la puso al servicio del imperialismo.

Cañas, Alberto. (1974). La exterminación de los pobres y otros "pienses". San José: Editorial Costa Rica.