sábado, 7 de abril de 2012

Covachas y banderas


Un extracto del libro Adiós prestiño, de Hernán Elizondo Arce 

Capítulo XII

COVACHAS Y BANDERAS

Sigo tu féretro, Prestiño, casi como un autómata en insomnio, siempre perdido en el mundo de mis íntimos recuerdos, en la visión del ayer que hoy te llevás al sepulcro.

En este peregrinar por el pasado, fugaz autopsia de caminos muertos, no puedo desterrar de la mente, ni lo quiero, el barrio de la infancia marginado y en sombras.

Vuelvo en mi obsesión a las calles esmaltadas de ruidos o silencios, siento de nuevo el guijarro morder en la planta de los pies descalzos, lanzo una piedra a los perros que me ladran en penumbras; pero aliento la convicción reconfortante de que fue allí donde nos hicimos hombres, a pesar de nuestro sueños despedazados hoy y reconstruidos mañana, en un tránsito permanente entre el fracaso y la esperanza.
No es imposible dejar al amparo del olvido los rostros agrietados de los ancianos en vigilia o los ojos de las madres bajo las ojeras azules, enmarcados en sombras de paraje onírico. No puedo despojarme del recuerdo, terco y alucinante, de las manos de los niños enflaquecidas y trémulas, asidas a la corteza del pan duro en una especie de festín de la miseria.

Vuelve a mí la visión de los tugurios mugrientos, arquitecturas denunciantes de la desigualdad humana, inermes ante la lluvia, inútiles ante el viento, vergüenza de la sociedad, gritada en garfios de lata y en retorcimiento de trapos, amontonados unos sobre otros en visión goyesca. Tugurios para albergue de ilusiones sin vida, tugurios para nido de resentimientos ancestrales, tugurio para altar de tus blasfemias malditas, tugurios-cueva, tugurios-cárcel, tugurios-tumba.

Aquel muestrario de covachas destartaladas y oscuras constituía el pretexto cíclico de los demagogos de todos los colores y de todos los dogmas, para alzar los puños con furor de apóstoles en su afán de capitalizar lacras sociales, dolores de otros, hambres ajenas, en provecho de sus ambiciones, en beneficio de sus intereses. Por eso cada cuatro años, en el carnaval de los sufragios que para la exportación no era menos que una escuela del civismo y un ejemplo para el mundo, flameaban sobre las chozas miserables las banderas de la ambición organizada que se fragmentaba en partidos. Al frente de éstos lucían los líderes sonrientes que a falta de soluciones regalaban promesas.

Se desbordaba entonces como un río la retórica heredada y se escuchaban los discursos huecos, malabares de palabrería, hojarasca de erudición barata, en los que se ofrecía los nuevos paraísos del futuro, redención, cultura, dignidad, progreso, a pobres diablos condenados a morir en sus barracas del mismo modo que murieron sus abuelos y sus padres a despecho de Marx o Jesucristo.
Se ofrecía vivienda digna, tierra, salud, prosperidad en fin, en un esfuerzo innecesario para arrancarles el voto. y señorones que en su vida jamás se habían rozado con la plebe porque siempre pasaron de largo de las pocilgas infectas, llegaban ahora a aquellas cuevas a besar chiquillos flacos, a retratarse con mujeres desaliñadas y tristes y a repetir frases de archivo en el fervor politiquero.

No hacía falta.

Con prédica o sin ella, los pobres se lanzaban entusiasmados a las calles en un impulso enfermizo, en el desplante de las manifestaciones multitudinarias, en las que el Demóstenes de alcantarilla levantaba con voz aguardentosa su chácahara insincera, preso de su ambición de una curul o de un andamio que le pudiese servir para alcanzarla. Se echaba entonces mano a los elogios tardíos, a los epítetos sonoros, a ditirambos de oropel y nosotros pasábamos a ser en la farsa electorera el noble pueblo sufrido, las víctimas de la oligarquía conservadora y reaccionaria, los integrantes de las masas desposeídas cuyas cadenas era imperativo que cayeran a pedazos para liberarlas por siempre y pasa siempre de la ignorancia y la miseria. Eramos nosotros y nadie más que nosotros los que al decir aquella jerga politiquera teníamos el derecho a un futuro promisorio sobre la base inmediata de las rectificaciones históricas, siempre que para lograrlo entuviésemos dispuestos a conquistar con nuestro voto en la noche del hoy la aurora del mañana. 


Unos y otros enfrentados en aquel juego de ambiciones, competían a base de dialéctica, a base de promesas, a base de mentira. y no faltaba nunca el descamisado dogmático que aprovechaba el momento para recitar a grandes voces:


Arriba los pobres del mundo,
de pie los esclavos sin pan.

El carnaval moría. Y pasada la hora de las banderas flameantes y de los discursos candentes de sala y barricada, disuelta ya la imagen de los desfiles de puños tensos, gargantas roncas y consignas turbias, volvíamos a contar las tablas del tugurio, a espantar casi sin odio las moscas y las ratas de la fauna conviviente y a renegar una y otra vez de las promesas de nuestros falsos redentores.

Los que tiempo o interés tenían para escuchar los noticieros o para leer las informaciones distribuidas por la prensa, se daban por enterados con cierta rabia contenida de que el cretino que les pegó una bandera en el techo, o el que les regaló una insignia del caudillo que al fin logró la presidencia, o el que les pidió una firma de apoyo para la salvación de la patria, se movilizaba ahora en un coche del gobierno o en vehículo de su propiedad exonerado de impuestos, como edecán, asesor, ministro o diputado, o lucía su mediocridad intelectual al frente de una embajada, en un país extranjero.

Así había sido siempre. Desde los tiempos añorados de los viejos patriarcas de la Independencia. Desde los días de los Cletos y los Ricardos y de todos los patricios que según el clásico decir constituyen las luminarias de la democracia nuestra.

Pero pese a todo, la agitación electoral despertaba fibras íntimas, pues servía de válvula de escape para las penas de rutina y los rencores acumulados en cuatro años de reposo. Al menos se nos daba aquella alternativa de colmar de improperios y de insultos a un candidato que ni conocíamos, en uso del derecho concedido por una libertad que en tiempos de elecciones se convertía en libertinaje.

Era el vómito.

Tras la náusea retenida, el vómito sobre las personas, el vómito sobre los mitos, el vómito sobre la honra ajena sin retortijones de conciencia.

De las cúpulas políticas, por orden de conveniencia, descendían las consignas y nosotros allá abajo repetíamos los estigmas: nazi, fascista, comunista, ladrón.

Para bien de nuestra paz y con alguna excepción, la lucha no pasaba al drama pues se quedaba en las palabras. Pero para quién nos midiese con parámetros derivados de la propaganda electoral, todos nuestros presidentes habían sido ladrones o fascinerosos. Por eso, para remediar la injusticia, años después, los mismos que pregonaron la infamia en las tribunas y propiciaron la injuria, el insulto o la calumnia, ahora desde una curul del parlamento, más maduros o más hipócritas, rectificaban la montaña de conceptos con que embaucaron al pueblo y para futura tranquilidad de su conciencia, los declaraban Beneméritos de la Patria.  

Elizondo Arce, Hernán. 1999. Adios prestiño. San José : EUNED, 1999.

miércoles, 18 de enero de 2012


20. LA TERRIBLE REVOLUCIÓN QUE SE VENÍA

            Después de muy prolongados y concienzudos estudios y discusiones, el grupo aquel llegó a la conclusión ineludible de que el país necesitaba una revolución.
            Profunda, radical, violenta, decisiva. Larga, irreversible, definitiva.
            Para que tal fenómeno se produjera, era necesario preparar líderes capaces de concientizar al pueblo, de motivarlo, para luego –ya se sabe-crear las condiciones objetivas etcétera.
            La formación de los líderes debía, como es cajonero y natural en estos casos, llevarse a cabo en la Universidad. Por lo cual fue menester que los jóvenes adictos a la idea revolucionaria (o bien los hijos sumisos de los adultos adictos a la idea revolucionaria, que daba lo mismo) ingresaran a la Universidad e hiciesen dentro de ella lo que se acostumbra en circunstancias similares (y si no similares por lo menos idénticas): organizar grupos de estudio luego de agitación, participar en elecciones estudiantiles, incitar a la lucha contra las cosas abominables que existen, contra las que no existen también ¿por qué no?, buscar apropiados motivos para celebrar huelgas, expulsiones de catedráticos, manifestaciones de protesta de esas que preparan al joven para la lucha viril posterior, deslizar de paso algún apedreo para que los gorilas se nos vengan encima y quién quita no produzcan un buen mártir (ojeroso, flaco y poeta) que nos sirva como posterior emblema. Planes así.
            Por supuesto, a los jóvenes que ingresaban en la Universidad a cumplir tan urgente tarea, se les presentaba un problema que nadie había previsto: cuál carrera seguir. Primeramente se ideó que emprendieran consecutivamente uno o dos, quizás hasta tres semestres en distintas carreras sin terminar ninguna, lo cual les permitiría una prolongada vida universitaria y el empleo de la experiencia que fuesen adquiriendo, frente a la inexperiencia de otros estudiantes que limitábanse a entrar en la Universidad y a salir de ella en cuanto no más se graduaban. Esto se hizo, pero pasados algunos años no faltó reaccionario que observara que ciertos líderes estudiantiles tenían patas de gallo cerca de los ojos, canas (teñibles por cierto) en las sienes, niños de edad escolar y hasta incipientes pero inocultables barrigas.
            Sabido lo cual, hubo que abandonar la estrategia del estudiante interminable y diseñar otra, basada en que los líderes estudiantiles tuviesen una duración normal, poco mayor que la de un automóvil de fabricación norteamericana. Es decir, que ingresaran, estudiaran y se graduaran como cualquier hijo no revolucionario de vecino.
            Pero entonces, a falta de profesiones, hubo que determinar qué estudiarían concretamente los líderes estudiantiles designados pro el grupo que se empeñaba en hacer la revolución, porque no era cosa de que siguieran carreras burguesas, de esas que dicen liberales, y que no son otra cosa que patentes de corso o herramientas pretendidamente universitarias para medrar perjudicando al prójimo y sirviendo los intereses antipopulares y demás cosas.
             Lo mejor se decidió, será que los líderes estudiantiles no emprendan carreras liberales sino académicas; que se hagan doctores, profesores y licenciados en disciplinas no profesionales; y así titulados, permanezcan dentro de la Universidad, pero en ejercicio docente, con lo cual se consegurá también la mjy deseable longevidad de los líderes dentro de eso que llaman claustro, y hacer más eficaz la labor de concientización (uno de ellos casi dijo proselitismo pero logró detener su lengua) realizada ahora desde la cátedra.
            El plan fue fiel y exitosamente ejecutado: en cosa de cuatro o cinco años, los principales líderes se convirtieron en profesores, doctores o licenciados en astronomía, arqueología, filosofía, lenguas muertas, literaturas comparadas, desciframiento de jeroglíficos, sociología de las civilizaciones antiguas, teologías laicas, y otras materias tan interesantes como poco apropiadas para un ejercicio fuera de la Universidad.
            La Universidad, que siempre andaba muy escasa de personal apropiado para la enseñanza de las ciencias e investigaciones puras, les acogió gustosa y de inmediato, puesto que se trataba de gentes muy capaces, sagaces, talentosas, agudas, ilustradas y sabihondas, que es lo que les gusta a las Universidades.
Desde la cátedra siguieron su benedictina labor, y concientizaron a numerosos jóvenes que luego, tras cuadro, cinco o seis años de desfilar por las calles y apedrear a uno que otro edificio y a uno que otro gorila, se convertían en sus asistentes de cátedra. Y los asistentes de cátedra, a su vez, iniciaban a otros jóvenes más jóvenes que ellos en las académicas ciencias a que se dedicaban, y de paso los iban concientizando también. Y estos jóvenes, más tarde, se quedaban también dentro de la Universidad y así sucesivamente.
La Universidad se hizo, en cosa de diez o trece años, de un equipo de profesores e investigadores científicos, filosóficos, históricos, filológicos y estéticos, como ustedes quieran llamarlos, que le proporcionaron reputación académica. Todos ellos sumamente revolucionarios, concientizados y motivados.
Pasado algún tiempo, la Universidad no tenía ya dónde meterlos de tantos que eran. Y se fue creando un problema de espacio.
Pero eso me importaba. O lo que importaba era que los licenciados, profesores y doctores concientizarían a un número geométricamente mayor cada vez de estudiantes, que luego formarían parte del claustro.
La vulgar masa estudiantil, sin ideales, esa era la que se marchaba a las ciudades, villas y pueblos a ejercer profesiones.
La Revolución, como es de suponer, no pudo hacerse porque todos los revolucionarios estaban dentro de la Universidad. Y como habían tendido un cerco de alambre de púas en torno a ella para que no entraran los gorilas (cosa que se llamaba autonomía no se sabe porque), le bastó luego a un dictador darle el empleo contrario al cerco y no dejar salir de la Universidad a nadie; entonces funcionó dentro de ella una colonia autónoma, que hizo la Revolución para sí misma, pero a la cual le faltaron víveres por no haber quien los supiese cultivar. Luego los colonos comenzaron a morirse de hambre, empresa que completaron en pocas semanas, y el dictador hizo colocar una placa en memoria de ellos y después construyó otro Universidad y la puso al servicio del imperialismo.

Cañas, Alberto. (1974). La exterminación de los pobres y otros "pienses". San José: Editorial Costa Rica.

martes, 17 de enero de 2012

9. LA EXTERMINACIÓN DE LOS POBRES

Este revolucionario había escuchado a otros revolucionarios anteriores cuando decían que era necesario acabar con la pobreza; que no hubiera más pobres ni ricos.

Aprovechó la lección y dio con la fórmula que le convirtió en el único revolucionario que ha disfrutado de un éxito completo.

Convenció a todos los pobres de que se sometieran a un sencillo procedimiento de esterilización.

Al poco tiempo, los ricos se dieron cuenta de que no nacían más pobres en el mundo.

Paulatinamente, los pobres que había fueron muriendo, y no nacían más pobres que viniesen a sustituirlos.

En vista de la necesidad de pobres, los economistas aconsejaron a los ricos que trataran de producir más pobres; pero el consejo no dio resultado, porque no sólo los varones pobres se habían esterilizado, sino que las mujeres pobres también. Y el empeño de los ricos en ese sentido resultó, lógicamente, estéril.

Los economistas aconsejaron a los ricos, entonces, que intentaran producir pobres en los vientres de las ricas, pero este consejo también fracasó, porque de los vientres de las mujeres ricas no salían niños pobres sino niños ricos.

Cuando falleció el último pobre (y hay que ver el famoso entierro que le hicieron), ya hacía tiempo que los ricos. Y habiendo sido exterminados todos los pobres, no quedó en el mundo más que una clase de hombres que, siendo ricos, trabajaban como pobres, y se terminaron todos los problemas sociales que conocemos.

Surgieron naturalmente otros, pero esos no los conocemos y no podemos entonces hablar de ellos.

Cañas, Alberto. (1974). La exterminación de los pobres y otros "pienses". San José: Editorial Costa Rica.