Un extracto del libro Adiós prestiño, de Hernán Elizondo Arce
Capítulo XII
COVACHAS Y BANDERAS
Sigo tu féretro, Prestiño, casi como un
autómata en insomnio, siempre perdido en el mundo de mis íntimos recuerdos, en
la visión del ayer que hoy te llevás al sepulcro.
En este peregrinar por el pasado, fugaz autopsia
de caminos muertos, no puedo desterrar de la mente, ni lo quiero, el barrio de
la infancia marginado y en sombras.
Vuelvo en mi obsesión a las calles esmaltadas
de ruidos o silencios, siento de nuevo el guijarro morder en la planta de los
pies descalzos, lanzo una piedra a los perros que me ladran en penumbras; pero
aliento la convicción reconfortante de que fue allí donde nos hicimos hombres,
a pesar de nuestro sueños despedazados hoy y reconstruidos mañana, en un
tránsito permanente entre el fracaso y la esperanza.
No es imposible dejar al amparo del olvido los
rostros agrietados de los ancianos en vigilia o los ojos de las madres bajo las
ojeras azules, enmarcados en sombras de paraje onírico. No puedo despojarme del
recuerdo, terco y alucinante, de las manos de los niños enflaquecidas y
trémulas, asidas a la corteza del pan duro en una especie de festín de la
miseria.
Vuelve a mí la visión de los tugurios
mugrientos, arquitecturas denunciantes de la desigualdad humana, inermes ante
la lluvia, inútiles ante el viento, vergüenza de la sociedad, gritada en
garfios de lata y en retorcimiento de trapos, amontonados unos sobre otros en
visión goyesca. Tugurios para albergue de ilusiones sin vida, tugurios para
nido de resentimientos ancestrales, tugurio para altar de tus blasfemias
malditas, tugurios-cueva, tugurios-cárcel, tugurios-tumba.
Aquel muestrario de covachas destartaladas y
oscuras constituía el pretexto cíclico de los demagogos de todos los colores y
de todos los dogmas, para alzar los puños con furor de apóstoles en su afán de
capitalizar lacras sociales, dolores de otros, hambres ajenas, en provecho de
sus ambiciones, en beneficio de sus intereses. Por eso cada cuatro años, en el
carnaval de los sufragios que para la exportación no era menos que una escuela del
civismo y un ejemplo para el mundo, flameaban sobre las chozas miserables las
banderas de la ambición organizada que se fragmentaba en partidos. Al frente de
éstos lucían los líderes sonrientes que a falta de soluciones regalaban
promesas.
Se desbordaba entonces como un río la retórica
heredada y se escuchaban los discursos huecos, malabares de palabrería,
hojarasca de erudición barata, en los que se ofrecía los nuevos paraísos del
futuro, redención, cultura, dignidad, progreso, a pobres diablos condenados a
morir en sus barracas del mismo modo que murieron sus abuelos y sus padres a
despecho de Marx o Jesucristo.
Se ofrecía vivienda digna, tierra, salud,
prosperidad en fin, en un esfuerzo innecesario para arrancarles el voto. y
señorones que en su vida jamás se habían rozado con la plebe porque siempre
pasaron de largo de las pocilgas infectas, llegaban ahora a aquellas cuevas a
besar chiquillos flacos, a retratarse con mujeres desaliñadas y tristes y a
repetir frases de archivo en el fervor politiquero.
No hacía falta.
Con prédica o sin ella, los pobres se lanzaban
entusiasmados a las calles en un impulso enfermizo, en el desplante de las
manifestaciones multitudinarias, en las que el Demóstenes de alcantarilla
levantaba con voz aguardentosa su chácahara insincera, preso de su ambición de
una curul o de un andamio que le pudiese servir para alcanzarla. Se echaba
entonces mano a los elogios tardíos, a los epítetos sonoros, a ditirambos de
oropel y nosotros pasábamos a ser en la farsa electorera el noble pueblo
sufrido, las víctimas de la oligarquía conservadora y reaccionaria, los integrantes
de las masas desposeídas cuyas cadenas era imperativo que cayeran a pedazos
para liberarlas por siempre y pasa siempre de la ignorancia y la miseria. Eramos
nosotros y nadie más que nosotros los que al decir aquella jerga politiquera
teníamos el derecho a un futuro promisorio sobre la base inmediata de las rectificaciones
históricas, siempre que para lograrlo entuviésemos dispuestos a conquistar con
nuestro voto en la noche del hoy la aurora del mañana.
Unos y otros
enfrentados en aquel juego de ambiciones, competían a base de dialéctica, a
base de promesas, a base de mentira. y no faltaba nunca el descamisado
dogmático que aprovechaba el momento para recitar a grandes voces:
Arriba los pobres del mundo,
de pie los esclavos sin pan.
El carnaval moría.
Y pasada la hora de las banderas flameantes y de los discursos candentes de
sala y barricada, disuelta ya la imagen de los desfiles de puños tensos,
gargantas roncas y consignas turbias, volvíamos a contar las tablas del
tugurio, a espantar casi sin odio las moscas y las ratas de la fauna
conviviente y a renegar una y otra vez de las promesas de nuestros falsos
redentores.
Los que tiempo o
interés tenían para escuchar los noticieros o para leer las informaciones
distribuidas por la prensa, se daban por enterados con cierta rabia contenida
de que el cretino que les pegó una bandera en el techo, o el que les regaló una
insignia del caudillo que al fin logró la presidencia, o el que les pidió una
firma de apoyo para la salvación de la patria, se movilizaba ahora en un coche
del gobierno o en vehículo de su propiedad exonerado de impuestos, como edecán,
asesor, ministro o diputado, o lucía su mediocridad intelectual al frente de
una embajada, en un país extranjero.
Así había sido
siempre. Desde los tiempos añorados de los viejos patriarcas de la
Independencia. Desde los días de los Cletos y los Ricardos y de todos los
patricios que según el clásico decir constituyen las luminarias de la
democracia nuestra.
Pero pese a todo,
la agitación electoral despertaba fibras íntimas, pues servía de válvula de
escape para las penas de rutina y los rencores acumulados en cuatro años de
reposo. Al menos se nos daba aquella alternativa de colmar de improperios y de
insultos a un candidato que ni conocíamos, en uso del derecho concedido por una
libertad que en tiempos de elecciones se convertía en libertinaje.
Era el vómito.
Tras la náusea
retenida, el vómito sobre las personas, el vómito sobre los mitos, el vómito
sobre la honra ajena sin retortijones de conciencia.
De las cúpulas
políticas, por orden de conveniencia, descendían las consignas y nosotros allá
abajo repetíamos los estigmas: nazi, fascista, comunista, ladrón.
Para bien de
nuestra paz y con alguna excepción, la lucha no pasaba al drama pues se quedaba
en las palabras. Pero para quién nos midiese con parámetros derivados de la propaganda
electoral, todos nuestros presidentes habían sido ladrones o fascinerosos. Por
eso, para remediar la injusticia, años después, los mismos que pregonaron la
infamia en las tribunas y propiciaron la injuria, el insulto o la calumnia,
ahora desde una curul del parlamento, más maduros o más hipócritas,
rectificaban la montaña de conceptos con que embaucaron al pueblo y para futura
tranquilidad de su conciencia, los declaraban Beneméritos de la Patria.
Elizondo Arce, Hernán. 1999. Adios prestiño. San José : EUNED, 1999.
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